La niña histriónica y descarada se despliega a sus anchas en una esgrima de papel; inventa, asocia, desasocia y brilla como esas estrellitas de pirotecnia, iluminando chiquita alrededor. Poquita.
Todas las que soy simultáneamente -sultáneamente? me pregunta la chistosa- presencian atentas, amorosas, cómo ella se expande y chisporrotea entre risas. En medio del certámen de humor nocturno se cuelan segundos ásperos, silencios, y la nena mirá hacia atrás, a sus compinches cuidándole las espaldas. Sí, están ahí. Una hace el amague de tomar el mando -la que se encarga de las emociones, o la que mantiene la guardia alerta... alguna de ellas- pero la marea sigue su curso. El silencio pasó, el filo del chiste duró segundos -eternos para la comediante- y las otras vuelven a su contemplación pasiva. La payasa no es la dueña del circo -comentan un poco dolidas por haber sido soslayadas con tanto descaro- y se quedan ahí, impotentes.
Y era cuestión de tiempo descubrirlo, cuestión de escuchar esa vocecita de pepegrillo que me susurra secretos y claves, y que siempre decido ignorar. Lo que hiela la sangre es ese diálogo -o algo parecido- que exige como condición que yo sea únicamente un fragmento de lo que soy. Sabiendo la cantidad de niñas que viven en mí, si no es sacrificial es por lo menos estúpido prestarse a la masacre.
XYZ